Desde hace tiempo el termino
“neurociencia” viene tronando en nuestros oídos con inusitada frecuencia, casi
tanto como oír hablar de economía.
Pero
a lo que nadie se ha acostumbrado es a que ambas se entremezclen.
Si ya cuesta entender qué es eso
de la neurociencia, encima le añadimos la economía, la cual tampoco consigue
reunir numerosos adeptos, lo cual no me extraña; siempre la he considerado como
la ciencia con mejor capacidad de predecir el pasado.
Habrán oído ustedes decir aquello
de “nueve de cada diez dentistas opinan…”. Pues bien, si oyen que nueve de cada
diez economistas coinciden…, resguárdense en sus casas, bajen persianas,
acopien alimentos, porque el fin del mundo está próximo. Yo, al menos, lo
haría.
Y esto por qué. Hace poco leí las
palabras de Joan Robinson, economista británica del s. XX, diciendo que
estudiamos economía para que no nos engañen los economistas. Y no le falta
razón. Nos acostumbramos a escuchar vocablos inentendibles sobre gráficas y
logaritmos extraños, prediciendo que esto y lo otro va a ocurrir sobre la base
de un extraño comportamiento humano en versión borreguil, como si las personas
no fuéramos más que tristes y apacibles ovejas dominadas por una inteligencia
superior que nos subyuga bajo su intelecto. Es decir, poco podemos hacer para
cambiar la situación. Es más, mejor que ni lo intentemos, que ya vendrán otros
a hacer nuestro trabajo. Nosotros, mientras tanto, a descansar. Deben pensar
esas mentes privilegiadas aquello de que malo es tener un tonto al lado, pero
si encima es un tonto motivado…, mal asunto, ¿verdad?.
Está claro que la inmensa mayoría
no pertenecemos a esa clase de prodigios intelectuales que se ven capacitados
para pensar por los demás. Tan claro como que yo tampoco estoy dispuesto a
permanecer impasible en el lado borreguil.
Cómo salir de ese estado
alienante…, no es fácil, cierto. Y es justamente aquí donde entra esta nueva
fuente de conocimiento llamada Neuroeconomía, ya que nos permite pasar del
concepto de individuo sobre el cual una élite nos maneja a su antojo como masa
descerebrada, a un concepto de persona donde cada uno tomamos el pleno control
de nuestra potencialidad humana en la medida en que la ciencia nos avala
conocer limitaciones, fortalezas, perfiles, mapas neurológicos, etc., es decir,
como personas descubrimos el SER. A partir de aquí las posibilidades son
infinitas, ya que en la medida en que nos hacemos transparentes a nuestra
consciencia entendemos el qué, el porqué y el para qué de nuestras acciones.
Algo así como decía aquella canción:
I have the power.
Les invito a comenzar una
singladura en la que descubrir no tanto cómo nos engañan ciertos lumbreras
economistas, sino cómo nosotros podemos aportar grandes avances a la ciencia
económica, que tanto necesita volver a interpretar el ser humano como persona,
no como individuo. Vamos allá.
LUIS A. ABAD